Nunca serás de nadie
Hoy se cumple un año más desde que Mía dejó este mundo de mierda. Dieciséis años de reinado, de miradas frías y pasos sigilosos. Dieciséis años de una elegancia que solo los gatos conocen, esa

Hoy se cumple un año más desde que Mía dejó este mundo de mierda. Dieciséis años de reinado, de miradas frías y pasos sigilosos. Dieciséis años de una elegancia que solo los gatos conocen, esa que nos recuerda que, por más que les demos techo y comida, nunca serán del todo nuestros. Nunca serán de nadie. Mía lo sabía bien. Era huraña, esquiva, una reina de patitas blancas y uñas afiladas. Mi casa era su reino, y yo, apenas un siervo más en su corte.
Los gatos son cómplices, seres que te observan desde la sombra, que te permiten acariciarlos cuando les place, que te ignoran cuando les parece. Mía era así. Fría, distante, pero en las noches más largas, cuando el mundo pesaba demasiado, se acurrucaba a mi lado y éramos lo mismo: dos almas rotas tratando de sobrevivir en un mundo que no nos quería.
Extraño su mirada de desprecio, su forma de caminar como si el suelo le debiera algo, su manera de ronronear cuando decidía que yo era digno de su atención. Extraño su forma de recordarme que, aunque ella dependiera de mí para comer, yo dependía de ella para sentirme un poco menos solo.
Mía se fue como vivió: sin pedir permiso. Sin avisar. Sin decir adiós. Y así estuvo bien. Los gatos son espíritus libres que nos eligen por un tiempo y luego se van.
Mía, si estás por ahí, ronroneando entre las estrellas, sabes que fuiste mi reina, mi compañera, mi pequeña salvaje. Y aunque ya no estés, tu reino sigue en pie. Esta casa sigue siendo tuya.